Buenos Aires suele concitar la presencia de figuras prominentes en el campo de las búsquedas psicoespirituales. Cada tanto, alguno de estos visitantes —norteamericanos, hindúes o europeos— brinda conferencias y talleres que, según quién haya comandado la organización del evento, se desarrollan en grandes teatros con entrada cara o en sitios un poco más accesibles al castigado bolsillo de muchos argentinos. Mientras tanto, la vida cotidiana se torna cada día más plena de obstáculos de todo orden y se incrementa la necesidad de encontrar un poco de paz mental, con lo cual así andan muchos buscadores: juntando los pesitos que les permitan ilusionarse con que tres horas o un fin de semana con el gurú de moda traerán el pasaporte definitivo hacia el camino o el método salvador.
Es sabido —o valdría la pena saberlo— que no funciona así la cosa. Conocer “lo último” que circula en el candelero new age permitirá, a lo sumo, estar informado. Sin embargo, el sosiego mental demanda itinerarios menos ostentosos y más sostenidos en el tiempo. Así lo han entendido Ana Inés y Julio Avruj, un matrimonio de argentinos que desde hace mucho tiempo desarrolla una sólida labor orientada hacia el cambio de conciencia individual y comunitaria. Las actividades que ofrecen en la Fundación Conciencia sin Barreras podrían estar incluidas sin ningún menoscabo en instituciones legendarias como Esalen o Naropa, y no obstante están aquí nomás, en la ciudad de Buenos Aires. Con ellos conversamos, en el piso 11 del peculiar edificio que han levantado en el barrio de Núñez, que se erige como un verdadero emprendimiento holístico: es el primero que respeta cabalmente las necesidades de las personas con discapacidades físicas, fue construido y decorado eliminando barreras arquitectónicas y según ciertos principios armonizadores del feng shui y constituye un verdadero retiro espiritual urbano dotado de numerosos recursos para explorar, desde la meditación caminando el Laberinto de Chartres, hasta la terapia contemplativa con “la caja de arena”, pasando por mandalas, la Rueda de la Vida Tibetana y un Viaje Mítico a la Posada del Silencio.
¿Qué es la Meditación Caminando el Laberinto de Chartres?
Ana Inés:
En principio, es una de las actividades que se ofrecen aquí, en forma gratuita, los últimos miércoles de cada mes. Hemos realizado una réplica reducida del laberinto de la Catedral de Chartres, construido alrededor del año 1220 en Francia: un mandala cosmológico y calendario de base lunar, que tiene su fundamento en la geometría sagrada. La meditación consiste en recorrer este circuito de once vueltas y de una sola vía, que conduce siempre hacia el centro y que luego retorna hacia la salida.
¿Y de qué forma puede ayudar a encontrar serenidad? Porque precisamente solemos decir que nos encontramos en un laberinto cada vez que nos abruman los problemas.
Julio: Bueno, hay que tener en cuenta que en este laberinto no hay caminos falsos ni riesgo de perderse. El Laberinto de Chartres se abre frente a nosotros como una metáfora del viaje del alma en su peregrinar por la vida; no hay una manera correcta o incorrecta de recorrerlo. Todo lo que suceda está bien, y así lo entienden diversas tradiciones espirituales, para las que la forma laberíntica representa una herramienta universal de meditación, una imagen arquetípica. Cuando caminás hacia el centro estarás facilitando la limpieza y aquietamiento de la mente; el espacio central es un lugar de contemplación para permanecer receptivos a las bendiciones del silencio; y el camino hacia afuera te conduce a la integración de la creatividad y el poder amoroso del alma en el mundo. No hay un tiempo ni una velocidad predeterminada para hacer el recorrido. Podés caminar, danzar o peregrinar de rodillas: todo está bien.
¿Es individual o grupal?
A. I.: La actividad es grupal; quiere decir que a lo largo del recorrido podrás encontrarte de frente con otros caminantes. Para seguir avanzando, basta con que alguno de los dos ceda el paso naturalmente. Podés mantenerte en un estado introspectivo, sin hacer contacto visual, o si te encontrás con alguien conocido, un abrazo o un apretón de manos puede celebrar el hecho de estar juntos en el camino, aunque cada uno esté en su propio viaje. Para algunos representa el contacto con su centro interior, con Dios o el aspecto creativo de la divinidad; para otros es una oración expresada en una palabra sagrada o un salmo. Otras personas evocan una situación que quieren entender con mayor claridad. Y también se puede caminar con plena presencia mental, sin ningún propósito definido. Alcanza con tener la mente y el corazón abiertos, para que este mandala se convierta en un espejo que responde a las preguntas acerca de quiénes somos y dónde estamos en nuestra vida.
También utilizan ustedes otro mandala, la Rueda Tibetana de la Vida. ¿En qué consiste?
A. I.: Se trata de tres o cuatro círculos concéntricos que, según la leyenda, Buda perfilaba para sus alumnos con granos de arroz sobre un arrozal. A través de ella muchos maestros budistas enseñan a sus discípulos la esencia de la psicología humana, las causas del sufrimiento y la posibilidad de liberación.
Después de muchos años de investigar sobre nosotros mismos las enseñanzas de este sabio mandala, hemos diseñado una forma de utilizarlo que facilita no sólo la comprensión teórica sino también el contacto vivencial.
Mencionaste “las causas del sufrimiento”, y la verdad es que en los tiempos que nos tocan vivir, hay tantas causas que nos vienen de afuera y frente a las que nos sentimos impotentes...
J.: ¡Justamente! En cada momento, y ante cada situación, nos enfrentamos con una elección: ¿actuamos reaccionando frente a lo que sucede, o podemos centrarnos en una conducta consciente? La respuesta consciente se logra cuando conseguimos trascender los límites del condicionamiento habitual. En este sentido, la meditación dentro de la Rueda Tibetana de la Vida es una experiencia de autoconocimiento que te permite explorar el mundo interno con el cual actuás en el mundo externo. Luego de internarte en pasos sucesivos por los caminos de la meditación reflexiva, receptiva y creativa, podés experimentar la fusión extática con las cualidades y energías espirituales que el mandala transmite. Es un poderoso instrumento de liberación, que finalmente te pone en contacto con valores esenciales: la humildad, la generosidad, el altruismo, el desapego...
¿Cómo tomaron contacto con estas meditaciones y las otras herramientas psicoespirituales que ofrecen en los talleres?
A.I.: Bueno, tenemos un largo camino de autoconocimiento que hemos recorrido juntos. Julio ha sido desde siempre un ansioso buscador en el mundo, y yo era una buscadora “adentro”. Hubo una época en que pudimos encontrar una vía común en muchos viajes que nos permitían reunir ambas búsquedas. En Turquía estuvimos con los derviches danzarines, en Perú con los chamanes, en Alaska con las comunidades esquimales, en Guatemala con los indígenas, en la India con Sai Baba...
BUSQUEDAS,
RAICES Y COMUNIDAD
¿Y cómo empezó todo? ¿Cuándo se encontraron por primera vez?
J.: Nos conocimos hace treinta y cinco años, en un curso de historia del arte; yo ya era ingeniero y ella estaba comenzando la carrera de psicología.
A. I.: Recuerdo que desde chica yo tenía experiencias que ahora puedo llamar de “expansión de la conciencia” pero que en ese entonces no podía calificar. Y también recuerdo que no me fue fácil “enganchar” a Julio en ese mundo.
J.: Es que en algún sentido, muchas cosas nos separaban. Mientras mis padres venían de Polonia y yo de la carpintería de mi papá, los padres de Ana Inés habian nacido aquí y estaban más ligados a las actividades culturales. Personalmente, yo rechazaba todo lo ligado a la psicología.
A. I.: Lo cierto es que al poco tiempo nos enamoramos y comenzamos a incursionar en terrenos que lo académico no contemplaba; yo sentía una gran necesidad de encontrar un marco para lo transpersonal. Hicimos muchos cursos juntos: radiestesia, logoterapia, parapsicología, la bioenergética que se conocía en aquel entonces... Hasta que alrededor de1973, formamos parte del grupo fundamentador de la Escuela de Autoconocimiento de Amalia Estévez, donde permanecimos durante doce años. Nos formamos como profesores de yoga y luego entrenamos a otra gente, en equipos de una actividad muy intensa; nos auditábamos entre nosotros y nos reuníamos todos los días a trabajar muchas horas en el autoconocimiento, leíamos, meditábamos, dábamos clases. Luego hubo otra etapa en la que formamos nuestra institución, el Centro de Crecimiento Transpersonal, y finalmente llegamos hasta aquí, a la Fundación Conciencia Sin Barreras.
J.: Hay algo que siempre estuvo presente: lo comunitario. Ya en aquel primer grupo de la escuela de Amalia Estévez, realizábamos trabajos en barrios carenciados; una tarea que estaba unida indisolublemente a lo que entendemos como “autoconocimiento”. Recuerdo en especial una experiencia muy interesante. Cuando nuestro hijo Gabriel tenía 12 años, se le ocurrió que quería hacer su bar mitz va. Para nosotros significaba conectarnos con nuestras raíces y así fue como nos acercamos a la comunidad Emanuel, donde nos vinculamos al equipo de acción social. Era un grupo ecuménico, con el cual estuvimos un par de años trabajando en la Villa Hidalgo. Hacíamos de todo, desde tareas médicas hasta psicológicas. Y lo más perdurable fue haber logrado llevar agua potable a la villa, merced a un red de trabajo con las instituciones vecinales.
Hablaron recién de “conectarse con las raíces”. ¿Significa que hasta entonces no realizaban prácticas religiosas?
A. I.: Yo diría que lo que nos ha impulsado en todo momento es la búsqueda espiritual, sin enmarcarla rígidamente en alguna religión. Nosotros ya nos habíamos metido a fondo con el budismo tibetano, al cual seguimos ligados con mucho cariño hasta el día de hoy. Y lo que yo descubrí al conectarme con mis raíces judías es que los mismos estados expansivos de conciencia que podía alcanzar en una meditación budista o practicando yoga podía experimentarlos en el templo. No es casualidad que en aquel momento perteneciéramos al grupo ecuménico dentro de la comunidad Emanuel. Fue muy hermoso haber estado allí; dos años más tarde, cuando nuestro hijo tuvo un terrible accidente que modificó radicalmente nuestra vida, vino a asistirnos el rabino, el pastor protestante... y toda la gente de la Villa Hidalgo entró en oración un día entero.
LA
NOCHE OSCURA DEL ALMA
Hablemos de esos cambios radicales que en la vida de ustedes llegaron de un modo doloroso...
A. I.: El primer golpe fuerte lo sufrimos cuando a nuestra hija Mariela se le declaró diabetes, a los 6 años. Y dos años más tarde, Gabriel sufre un gravísimo accidente automovilístico, a consecuencia del cual queda cuadripléjico. Sólo tenía 14 años, y debió permanecer un año y medio en recuperación en ALPI. Lo que más me preocupaba era armar algo para que cuando saliera de allí no se quedara en una cama mirando al techo, sino que tuviera en qué ocuparse. Esta situación se sumaba a la atención que me demandaba la diabetes de Mariela, así que abandoné la profesión. Sólo mantuve las clases de yoga que daba en Macabi, porque así contaba con la obra social que me daba acceso a ALPI. Finalmente, pusimos un negocio de comunicaciones electrónicas cuando recién comenzaba a conocerse el fax, el e-mail. Yo no entendía nada de eso, pero tuve la suerte de contar con la ayuda de mi hermano.
J.: Aquí habría que aclarar que durante un largo tiempo yo quedé emocionalmente fundido. Me sobrepasaba la sensación de no encontrar cómo contener ni encarar el giro que daba nuestra vida. Porque una cosa es saber que una dificultad se soluciona en un mes o dos. ¿Pero una cuadriplejia irreversible? Y todo eso, en un momento en que habíamos logrado simplificar la forma en que vivíamos: yo había liquidado mi empresa constructora y pasé de tener veinte obras en marcha a estar nomás con una obrita; habíamos decidido vivir sin ayuda doméstica permanente, fantaseábamos con que faltaba poco para que los chicos estuvieran grandes y nosotros pudiéramos regalarnos un retiro de uno o dos años en la India.. Bueno, justo entonces fue cuando nos tocó atravesar la noche oscura del alma.
A. I.: Los primeros tiempos fueron desestructurantes, por supuesto. Yo pude volver a la psicología recién dos o tres años después, cuando Julio se puso al frente del negocio.
J.: Y para entonces, nuestro hijo pudo retomar sus estudios secundarios, aunque no en la escuela a la que pertenecía, porque fue rechazado, lo cual nos mete de lleno en un tema que llegó a nuestras vidas para quedarse: enfrentar el prejuicio respecto de las personas con discapacidades.
¿Qué escuela era y qué motivos adujeron?
A. I.: Se trata de la escuela Ort. Según dijeron, Gabriel no podría asistir a los talleres ni escribir sus exámenes siendo cuadripléjico. Yo les respondí que obviamente no podría recibirse de electricista ni de carpintero, pero, ¿y todo lo que esa escuela podía darle en materia de computación? Esa es la única herida que conservo, cierto rencor que no he podido sanar desde aquella época. Nunca pude entender cómo esa institución le negó la educación a nuestro hijo, cuando lo único que estaba a su alcance en ese momento era desarrollar su inteligencia, su formación intelectual. Allí estaban también sus profesores y sus compañeros.
J.: Lo bueno y conmovedor vino cuando, en medio de la odisea que fue conseguir colegio, llegamos al Rojas, un secundario estatal en el que todas las aulas están en el segundo y tercer piso. La directora nos pidió que aun así, Gabriel fuera a conocer la escuela. Y cuando llegamos, ya había ocho chicos esperándonos para subirlo con su silla de ruedas, que era muy pesada. Habían mudado su aula al primer piso y allí se quedó hasta terminar el secundario, merced a una entrega total del colegio y de sus compañeros. Siempre había alguno que tomaba notas con carbónico de modo tal de poder pasarle a Gabriel una copia.
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