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47 años al servicio de la vida, la paz y la libertad interior, dirigida por Ana Inés y Julio Avruj

 

 

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Actualizado a marzo de 2014

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Mi Monstruo Interior  

Cuando cerré los ojos y pensé “y ahora ¿qué escribo?” vi el miedo personificado como un monstruo de muchos brazos con manos en forma de tenazas. He visto que cuando pega el zarpazo y alcanza a una persona, ésta siente el pinzamiento producido por esa garra. Si la tenaza aprisiona el estómago o los intestinos puede producir una úlcera o una colitis; si lo que aprieta son los hombros o la nuca, suelen aparecer las típicas tensiones musculares de esa zona; si es el pecho, angustia o ansiedad; si la cabeza, dolores migrañosos.

¿Por qué nos acercamos tanto a él como para permitirle que su zarpazo nos alcance? ¿qué nos fascina de su rostro como para que nos aproximemos de tal modo que le demos poder sobre nuestro cuerpo y nuestra alma?

Investigo en mí buscando pistas. Quiero escribir sobre este tema porque pienso que puede ser útil para otras personas y porque siento una presión interna que me lleva a expresarme. Al mismo tiempo, siento tensión en el plexo solar y en la nuca. Veo el papel en blanco y me digo “¿podré hacerlo? ¿para qué me metí en esto? ¿quién me creo que soy como para aspirar a escribir un libro?”

Reconozco las tenazas del miedo: miedo a expresarme, a desarrollar la habilidad de escribir (un talento por el que hace poco empecé a incursionar), a que no me aparezcan las ideas o no saber cómo transmitirlas idóneamente, a no servir. Otra zona de mi ser, más cercana a la luz, me alienta diciendo “¿quién te crees que sos como para no poder hacerlo?”. Ahí me doy cuenta de que cuando opto por la parálisis, por negarme a la expresión, creo ser yo ese monstruo de mil brazos, me identifico con el miedo y dejo que él mine el coraje y las fuerzas de mi corazón.

Es cierto que si no me hubiera propuesto esta maravillosa e inquietante tarea quizás mi vida en este momento transcurriría más plácidamente. Pero, ¿realmente sería así? ¿cómo sentirme cómoda con esta necesidad de transmitir sanación, con mi ansia de no quedarme en la superficie de la vida sino vivirla con plenitud, y con mi necesidad acuciante de expresarle agradecimiento por todo lo que he recibido de ella?

Miro al monstruo y lo veo sonreir, me guiña un ojo pícaramente porque se siente descubierto. Estaba ahí sólo para acicatearme, para ayudarme “a sacar músculo”: despertar el valor y las energías dormidas en ese prodigioso músculo que es el corazón.

Ahora que nos hemos amigado, que he conocido el verdadero rostro del miedo, lo invito a que se siente conmigo y compartamos esta tarea. Sé que está aquí pero ya no le temo. He disminuido su poder a la mitad al trascender mi miedo al miedo.

Como le gusta mostrarse y que hablen de él, me susurra al oído que podríamos escribir sobre una polaridad muy habitual entre los seres humanos. Esta polaridad está magníficamente descripta en la Rueda de la Vida Tibetana, un sabio mandala a través del cual muchos maestros budistas enseñan a sus discípulos la esencia de la psicología humana, las causas del sufrimiento y la posibilidad de liberación.

La Rueda consiste en tres o cuatro círculos concéntricos que, según la leyenda, el Buda perfilaba para sus alumnos con granos de arroz sobre un arrozal. El círculo que ocupa el área más grande está dividido en seis sectores que simbolizan los seis reinos de la existencia o los seis estados por los que nuestra conciencia suele transcurrir cotidianamente. De estos seis reinos tomaremos sólo un par de opuestos: el de los titanes (el mundo de la guerra y la separatividad) y el de los animales acorralados (el mundo del temor y la ignorancia).

El segmento superior de la derecha del círculo muestra a los titanes, dioses celosos, para quienes la vida es una lucha constante. Es el mundo en que vivimos cuando lo que nos mueve es el deseo de poder. En el mandala, la búsqueda de conquista, la competencia y el control aparecen representados por guerreros con sables, lanzas y flechas, siempre listos para la batalla, dispuestos a arrebatar la felicidad y el gozo a los dioses celestiales que están en el reino contiguo. No sólo saben hacerlo por la fuerza: muchos ganan la guerra por medio del encanto y la seducción. Nos movemos en este ámbito cuando corremos tras el éxito, con la preocupación de ser siempre el mejor, buscando la perfección a cualquier costo, aún a riesgo de perder la  salud, la amistad o la alegría de vivir.

Como compensación, muchas veces caemos desde el mundo de los titanes en el reino opuesto, el de los animales a punto de ser cazados por el hombre y devorados por los otros animales. En el sector inferior a la izquierda, las bestias se persiguen unas a otras: el puma devora al buey, los cuervos comen los cadáveres, los peces se atrapan entre sí, las aves capturan a los peces. En este lugar impera el miedo, la persecución, el terror a ser devorado, a ser encontrado en una falla o a caer en una trampa. El miedo también lleva a la inercia, el cansancio, la parálisis, el no pensar . Es la contrapartida de la actividad frenética y eufórica de los titanes. Una forma de parálisis es la solemnidad: cuando tomamos la vida con tal seriedad y formalismo que olvidamos totalmente el sentido del humor o cuando conjuramos el miedo encerrándonos en los límites de una vida predecible y segura, en lugar de vivir la intensidad y plenitud de cada momento y situación nos dejamos llevar por una serie de respuestas mecánicas habituales, dentro de ámbitos que nos son conocidos y completos en sí mismos.

La misma polaridad aparece en la visión hinduísta en los conceptos de Rajas y Tamas. Rajas, el viento rojo de la actividad; Tamas, el viento negro de la estabilidad; equilibrados por la brisa armonizadora de Sattva. Cuando ese equilibrio se pierde, cuando nos dejamos arrastrar por el huracán de Rajas, la actividad se convierte en hiperactividad y la capacidad de hacer en sentimiento de omnipotencia. En el extremo, el péndulo se inclina hacia el otro lado y el no-hacer, la inercia, se convierte en apatía o abulia, y la pasividad, en depresión y sentimiento de impotencia.

La sabiduría oriental nos refleja nuestra diario vivir mecánico pero también nos señala la posibilidad de salida. Nada nos condena a una vida de reacciones automáticas pasando de un estado a otro llevados a merced del viento. Somos nosotros mismos los responsables de nuestras elecciones y, de acuerdo a ellas, de nuestra realidad personal.

En el hinduísmo, Sattva (la serenidad, la fuerza de la Verdad, la luminosidad) es quien produce el equilibrio entre lo móvil y lo estable, fuerzas presentes en toda manifestación. La meditación, la mirada desidentificada, la presencia mental, la autoobservación nos ubican bajo la brisa armonizadora de Sattva.  Poca injerencia tenemos concientemente en la aparición de los sucesos externos, pero total autoridad en la actitud con que los enfrentamos.

Reconozco un mecanismo típico en mí que puede ilustrar la diferencia entre una reacción mecánica y una respuesta conciente.  Ante una tarea creativa -preparar una conferencia, escribir un artículo, pensar una clase- siento una creciente presión contenida en mi interior. Dispongo del momento adecuado, el almohadón me espera y entonces... busco “picar” algo de comida, hacer un llamado telefónico, realizar cualquier cosa previa a sentarme. Son formas automáticas de aliviar la presión interna.

Cuando puedo observarlo en forma desidentificada, en lugar de que esa energía se disipe en la búsqueda de comida u otra distracción, me animo a dejarme embargar por esa presión y la aplico al objetivo para el cual esa energía se generó. Es apenas una milésima de segundo lo que diferencia una reacción automática (como lo es dejarme llevar por la actividad tras algo externo a mí: comida o conversación telefónica) de una respuesta conciente (en este caso, ubicarme en la energía sattvica en donde pongo mi receptividad silenciosa en disposición a ser germinada por las ideas que buscan plasmación).

En cada momento y ante cada situación, nos enfrentamos con una elección entre nuestro accionar reactivo y una conducta conciente. Respondemos concientemente cuando conseguimos trascender los límites de nuestro condicionamiento habitual. Cada vez que lo hacemos, además de gozar más plenamente la experiencia, ganamos en autoconciencia y nos facilita estar alertas para la elección del momento siguiente.

Hay un cuento oriental que habla de cómo nos encerramos en la prisión de nuestra propia mente reactiva y cómo la desidentificación y el desarrollo de un Yo Observador o Testigo Imparcial puede conducirnos a trascender nuestra visión y conducta condicionadas, a liberarnos de nuestra propia celda:

“Había una vez un ministro de un rey muy poderoso, que había estado junto a él durante mucho tiempo  hasta que cayó en desgracia. Fue entonces cuando el rey lo hizo confinar en una torre de piedra e hizo sellar la puerta.

Dicen que, en la primera noche, se acercó su apesadumbrada esposa a la base de la torre y le preguntó qué podía hacer ella. Y dicen que el ministro muy tranquilo le dijo que le juntara varias cosas: una soga fuerte, un piolín de cáñamo, un carretel de hilo de bramante, otro de un hilo de seda muy fino y suave, un escarabajo y un poquito de miel.

La mujer quedó tan asombrada con este pedido que se puso a llorar y le pidió que se lo repitiera. Cuando no tuvo dudas, se puso a juntar con meticulosidad todos los materiales que le había pedido su marido. Los reunió, los llevó al pie de la torre, y le preguntó al esposo qué tenía que hacer con todo eso. El le dijo que atara el hilo muy fino de seda alrededor del escarabajo y que le untara las antenas con miel. Luego, que tomara el escarabajo y lo pusiera en la pared de la torre con la cabeza mirando hacia arriba y que lo dejara suelto.

La mujer puso el escarabajo como le dijo el marido y el escarabajo empezó a caminar: olía la miel delante de él y quería alcanzarla. Era el excelente motor para que caminara y caminara y no se detuviera nunca, y llevara arrastrando ese hilo tan finito de seda hacia arriba.

Se pasó una gran parte de su vida caminando el escarabajo, con pasitos muy pequeños, muy menudos, atrás de algo que no sabía qué era pero que olía muy bien, el excelente alimento que tenía adelante. Y tanto caminó y caminó que llegó hasta la ventana donde estaba el ministro. Cuando llegó a ella, el ministro simplemente estiró la mano, agarró el escarabajo, lo llevó hacia adentro y tomó el hilo de seda. Entonces le dijo a la mujer, que estaba mirando asombrada lo que ocurría, que tomara el hilo de bramante, bastante más fuerte, y lo atara en el extremo del hilo de seda. La mujer ató el hilo de bramante y el ministro no tuvo más que hacer que empezar a recoger el hilo de seda, atrás del cual vino el hilo de bramante.

Cuando estuvo en  posesión del hilo de bramante, le dijo a la mujer que en el extremo le atara el piolín de cáñamo.  Ella lo hizo y el ministro recogió todo el hilo de bramante para alcanzar el piolín de cáñamo. Cuando lo tuvo le dijo a la esposa que atara en el extremo la fuerte soga. Ató ella la soga y el ministro tiró y tiró hasta que la alcanzó. Cuando tuvo la soga, la ató a una de las almenas de la torre, se deslizó por ella y escapó”.

Y esto que parece un cuentito de ingenio o un cuento de final feliz del tipo de “y fueron felices y comieron perdices”, no es tal. Es lo que los hindúes cuentan con respecto a nuestra propia prisión, las ataduras de nuestra mente. En palabras de Ram Dass, psicólogo transpersonal, “somos todos prisioneros de nuestra propia mente; darse cuenta de esto es el primer paso en el viaje hacia la libertad”. El hilo, el piolín, la soga aluden a la formación gradual del Testigo Sagrado que es nuestra conexión con el espacio de libertad.  Desde allí podemos ver el contexto desde el cual la mente mira y elegir la respuesta que nuestra conciencia nos dicta.

En la Rueda de la Vida Tibetana, esta posibilidad de elección aparece graficada en cada uno de los reinos en la figura de un Buda con un determinado color y sosteniendo un atributo en sus manos. Mientras nuestra vida transcurre mecánicamente, giramos en la Rueda sin cesar, momento a momento y vida tras vida. Si, en cambio, nos detenemos un instante, dejamos que nuestro Yo Testigo nos observe sin juicios y escuchamos la enseñanza del Maestro, la Rueda se convierte en una Espiral que nos libera de nuestro autoconfinamiento.

Un Buda de color verde con una espada llameante entre sus manos enseña silenciosamente en el mundo de los titanes y un Buda azul claro con un libro abierto, en el mundo de los animales acorralados.

La espada de fuego -símbolo de Viveka, la sabiduría del corazón- evoca en los guerreros un noble combate, una lucha realmente valiosa que es la lucha contra los propios enemigos internos (aquellos bloqueos que nos mantienen en la rueda eterna de la mecanicidad: las justificaciones, la duda, las emociones y actitudes que nos provocan malestar, los autoengaños que nos hacemos como la ilusión de separatividad, los apegos a mecanismos involutivos, entre otros). En lugar de la competencia con los demás, estimula la preciosa competencia por dejar brillar la propia luz en todo su esplendor. En lugar de una lucha feroz en pos de un triunfo amargo que deja a alguien herido y que nos llevará después al miedo cerval del animal acorralado, alienta a utilizar la espada del conocimiento discriminativo para cortar la oscuridad de la ignorancia y las cadenas de la identificación y el apego.

El libro abierto del Buda azul le habla al dolor de nuestros miedos, cuando nos sentimos perseguidos, acorralados o presos de la abulia animal. Les dice de la posibilidad de aprender el lenguaje de los hombres, de no dejarse poseer por la emoción indiscriminada y apelar al pensamiento para abrir la conciencia a una vida más humana.

Mi monstruo-amigo sonríe. Quiere que hablemos también de su noble función. ¿Qué sería del mundo si él no existiera ?

En nuestra cotidianeidad, cuando nos vemos a nosotros mismos y nos relacionamos con otros desde nuestra conciencia ordinaria, el miedo cumple la valiosísima función de salvaguardar nuestra  integridad. ¿Qué nos impulsaría a tomar los recaudos necesarios ante cualquier experiencia nueva si no estuviera esa señal que nos invita a verificar la dimensión real de los recursos con que contamos para afrontarla ? ¿Qué impediría que un chico ponga su mano en el fuego si no hubiera un mecanismo interno que evalúa la magnitud del peligro ?

Somos seres multidimensionales. Para vivir en paz con la vida es necesario honrar las manifestaciones de cada nivel, honrar la función y el sentido que cada elemento de la Totalidad tiene. Y, al mismo tiempo, cada uno de esos elementos puede ser útil para acercarnos un paso más a la percepción de la Unidad. El miedo -como toda emoción que nos genera dolor- es una compañía indeseable que nos inquieta y nos impulsa a alejarnos de ella .  Cuando intentamos alcanzar un objetivo, o somos atraídos desde adelante como el escarabajo por la apetitosa miel, o somos empujados desde atrás buscando escapar de una situación molesta. Tal es el caso del miedo: es un motor para el cambio.

Cuando somos chiquitos y sentimos temor, corremos a los brazos protectores de papá o al cálido regazo de mamá. En esa temprana edad ellos son los transmisores del amor de Dios, de la armonía de la Totalidad. En su energía nos sentimos seguros, confiados, unidos. En la vida adulta, el miedo como motor puede impulsarnos a la meditación. La meditación permite la comprensión, y la comprensión nos lleva a la paz. O puede movilizarnos hacia la oración, y el contacto con la divinidad -percibida interna o externamente-  nos conecta con el estado de aceptación, confianza, gozo y agradecimiento. Es la misma energía que nació como miedo la que ha transmutado hasta convertirse en sabiduría y amor. A medida que nuestra conciencia se expande, se desdibujan los límites de separación y el miedo -como cualquier emoción- puede ser visto como pura energía en proceso de cambio y transformación.

Mi monstruo-amigo, el miedo (mitad demonio, mitad dios) ya no está conmigo. Su cuerpo se ha convertido en palabras, en imágenes, en creación.

Ana Inés de Avruj

Febrero  de 1996

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