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Mi Monstruo Interior
Cuando
cerré los ojos y pensé “y ahora ¿qué escribo?” vi el miedo personificado
como un monstruo de muchos brazos con manos en forma de tenazas. He visto que
cuando pega el zarpazo y alcanza a una persona, ésta siente el pinzamiento
producido por esa garra. Si la tenaza aprisiona el estómago o los intestinos
puede producir una úlcera o una colitis; si lo que aprieta son los hombros o la
nuca, suelen aparecer las típicas tensiones musculares de esa zona; si es el
pecho, angustia o ansiedad; si la cabeza, dolores migrañosos. ¿Por
qué nos acercamos tanto a él como para permitirle que su zarpazo nos alcance?
¿qué nos fascina de su rostro como para que nos aproximemos de tal modo que le
demos poder sobre nuestro cuerpo y nuestra alma? Investigo
en mí buscando pistas. Quiero escribir sobre este tema porque pienso que puede
ser útil para otras personas y porque siento una presión interna que me lleva
a expresarme. Al mismo tiempo, siento tensión en el plexo solar y en la nuca.
Veo el papel en blanco y me digo “¿podré hacerlo? ¿para qué me metí en
esto? ¿quién me creo que soy como para aspirar a escribir un libro?” Reconozco
las tenazas del miedo: miedo a expresarme, a desarrollar la habilidad de
escribir (un talento por el que hace poco empecé a incursionar), a que no me
aparezcan las ideas o no saber cómo transmitirlas idóneamente, a no servir.
Otra zona de mi ser, más cercana a la luz, me alienta diciendo “¿quién te
crees que sos como para no
poder hacerlo?”. Ahí me doy cuenta de que cuando opto por la parálisis, por
negarme a la expresión, creo ser yo ese monstruo de mil brazos, me identifico
con el miedo y dejo que él mine el coraje y las fuerzas de mi corazón. Es
cierto que si no me hubiera propuesto esta maravillosa e inquietante tarea quizás
mi vida en este momento transcurriría más plácidamente. Pero, ¿realmente sería
así? ¿cómo sentirme cómoda con esta necesidad de transmitir sanación, con
mi ansia de no quedarme en la superficie de la vida sino vivirla con plenitud, y
con mi necesidad acuciante de expresarle agradecimiento por todo lo que he
recibido de ella? Miro
al monstruo y lo veo sonreir, me guiña un ojo pícaramente porque se siente
descubierto. Estaba ahí sólo para acicatearme, para ayudarme “a sacar músculo”:
despertar el valor y las energías dormidas en ese prodigioso músculo que es el
corazón. Ahora
que nos hemos amigado, que he conocido el verdadero rostro del miedo, lo invito
a que se siente conmigo y compartamos esta tarea. Sé que está aquí pero ya no
le temo. He disminuido su poder a la mitad al trascender mi miedo al miedo. Como
le gusta mostrarse y que hablen de él, me susurra al oído que podríamos
escribir sobre una polaridad muy habitual entre los seres humanos. Esta
polaridad está magníficamente descripta en la Rueda de la Vida Tibetana, un
sabio mandala a través del cual muchos maestros budistas enseñan a sus discípulos
la esencia de la psicología humana, las causas del sufrimiento y la posibilidad
de liberación. La
Rueda consiste en tres o cuatro círculos concéntricos que, según la leyenda,
el Buda perfilaba para sus alumnos con granos de arroz sobre un arrozal. El círculo
que ocupa el área más grande está dividido en seis sectores que simbolizan
los seis reinos de la existencia o los seis estados por los que nuestra
conciencia suele transcurrir cotidianamente. De estos seis reinos tomaremos sólo
un par de opuestos: el de los titanes (el mundo de la guerra y la separatividad)
y el de los animales acorralados (el mundo del temor y la ignorancia). El
segmento superior de la derecha del círculo muestra a los titanes, dioses
celosos, para quienes la vida es una lucha constante. Es el mundo en que vivimos
cuando lo que nos mueve es el deseo de poder. En el mandala, la búsqueda de
conquista, la competencia y el control aparecen representados por guerreros con
sables, lanzas y flechas, siempre listos para la batalla, dispuestos a arrebatar
la felicidad y el gozo a los dioses celestiales que están en el reino contiguo.
No sólo saben hacerlo por la fuerza: muchos ganan la guerra por medio del
encanto y la seducción. Nos movemos en este ámbito cuando corremos tras el éxito,
con la preocupación de ser siempre el mejor, buscando la perfección a
cualquier costo, aún a riesgo de perder la
salud, la amistad o la alegría de vivir. Como
compensación, muchas veces caemos desde el mundo de los titanes en el reino
opuesto, el de los animales a punto de ser cazados por el hombre y devorados por
los otros animales. En el sector inferior a la izquierda, las bestias se
persiguen unas a otras: el puma devora al buey, los cuervos comen los cadáveres,
los peces se atrapan entre sí, las aves capturan a los peces. En este lugar
impera el miedo, la persecución, el terror a ser devorado, a ser encontrado en
una falla o a caer en una trampa. El miedo también lleva a la inercia, el
cansancio, la parálisis, el no pensar . Es la contrapartida de la
actividad frenética y eufórica de los titanes. Una forma de parálisis es la
solemnidad: cuando tomamos la vida con tal seriedad y formalismo que olvidamos
totalmente el sentido del humor o cuando conjuramos el miedo encerrándonos en
los límites de una vida predecible y segura, en lugar de vivir la intensidad y
plenitud de cada momento y situación nos dejamos llevar por una serie de
respuestas mecánicas habituales, dentro de ámbitos que nos son conocidos y
completos en sí mismos. La
misma polaridad aparece en la visión hinduísta en los conceptos de Rajas y
Tamas. Rajas, el viento rojo de la actividad; Tamas, el viento negro de la
estabilidad; equilibrados por la brisa armonizadora de Sattva. Cuando ese
equilibrio se pierde, cuando nos dejamos arrastrar por el huracán de Rajas, la
actividad se convierte en hiperactividad
y la capacidad de hacer en sentimiento de
omnipotencia. En el extremo, el péndulo se inclina hacia el otro lado y el
no-hacer, la inercia, se convierte en apatía
o abulia, y la pasividad, en depresión
y sentimiento de impotencia. La
sabiduría oriental nos refleja nuestra diario vivir mecánico pero también nos
señala la posibilidad de salida. Nada nos condena a una vida de reacciones
automáticas pasando de un estado a otro llevados a merced del viento. Somos
nosotros mismos los responsables de nuestras elecciones y, de acuerdo a ellas,
de nuestra realidad personal. En
el hinduísmo, Sattva (la serenidad, la fuerza de la Verdad, la luminosidad) es
quien produce el equilibrio entre lo móvil y lo estable, fuerzas presentes en
toda manifestación. La meditación, la mirada desidentificada, la presencia
mental, la autoobservación nos ubican bajo la brisa armonizadora de Sattva.
Poca injerencia tenemos concientemente en la aparición de los sucesos
externos, pero total autoridad en la actitud con que los enfrentamos. Reconozco
un mecanismo típico en mí que puede ilustrar la diferencia entre una reacción
mecánica y una respuesta conciente. Ante
una tarea creativa -preparar una conferencia, escribir un artículo, pensar una
clase- siento una creciente presión contenida en mi interior. Dispongo del
momento adecuado, el almohadón me espera y entonces... busco “picar” algo
de comida, hacer un llamado telefónico, realizar cualquier cosa previa a
sentarme. Son formas automáticas de aliviar la presión interna. Cuando
puedo observarlo en forma desidentificada, en lugar de que esa energía se
disipe en la búsqueda de comida u otra distracción, me animo a dejarme
embargar por esa presión y la aplico al objetivo para el cual esa energía se
generó. Es apenas una milésima de segundo lo que diferencia una reacción
automática (como lo es dejarme llevar por la actividad tras algo externo a mí:
comida o conversación telefónica) de una respuesta conciente (en este caso,
ubicarme en la energía sattvica en donde pongo mi receptividad silenciosa en
disposición a ser germinada por las ideas que buscan plasmación). En
cada momento y ante cada situación, nos enfrentamos con una elección entre
nuestro accionar reactivo y una conducta conciente. Respondemos concientemente
cuando conseguimos trascender los límites de nuestro condicionamiento habitual.
Cada vez que lo hacemos, además de gozar más plenamente la experiencia,
ganamos en autoconciencia y nos facilita estar alertas para la elección del
momento siguiente. Hay
un cuento oriental que habla de cómo nos encerramos en la prisión de nuestra
propia mente reactiva y cómo la desidentificación y el desarrollo de un Yo
Observador o Testigo Imparcial puede conducirnos a trascender nuestra visión y
conducta condicionadas, a liberarnos de nuestra propia celda: “Había
una vez un ministro de un rey muy poderoso, que había estado junto a él
durante mucho tiempo hasta que cayó
en desgracia. Fue entonces cuando el rey lo hizo confinar en una torre de piedra
e hizo sellar la puerta. Dicen
que, en la primera noche, se acercó su apesadumbrada esposa a la base de la
torre y le preguntó qué podía hacer ella. Y dicen que el ministro muy
tranquilo le dijo que le juntara varias cosas: una soga fuerte, un piolín de cáñamo,
un carretel de hilo de bramante, otro de un hilo de seda muy fino y suave, un
escarabajo y un poquito de miel. La
mujer quedó tan asombrada con este pedido que se puso a llorar y le pidió que
se lo repitiera. Cuando no tuvo dudas, se puso a juntar con meticulosidad todos
los materiales que le había pedido su marido. Los reunió, los llevó al pie de
la torre, y le preguntó al esposo qué tenía que hacer con todo eso. El le
dijo que atara el hilo muy fino de seda alrededor del escarabajo y que le untara
las antenas con miel. Luego, que tomara el escarabajo y lo pusiera en la pared
de la torre con la cabeza mirando hacia arriba y que lo dejara suelto. La
mujer puso el escarabajo como le dijo el marido y el escarabajo empezó a
caminar: olía la miel delante de él y quería alcanzarla. Era el excelente
motor para que caminara y caminara y no se detuviera nunca, y llevara
arrastrando ese hilo tan finito de seda hacia arriba. Se
pasó una gran parte de su vida caminando el escarabajo, con pasitos muy pequeños,
muy menudos, atrás de algo que no sabía qué era pero que olía muy bien, el
excelente alimento que tenía adelante. Y tanto caminó y caminó que llegó
hasta la ventana donde estaba el ministro. Cuando llegó a ella, el ministro
simplemente estiró la mano, agarró el escarabajo, lo llevó hacia adentro y
tomó el hilo de seda. Entonces le dijo a la mujer, que estaba mirando asombrada
lo que ocurría, que tomara el hilo de bramante, bastante más fuerte, y lo
atara en el extremo del hilo de seda. La mujer ató el hilo de bramante y el
ministro no tuvo más que hacer que empezar a recoger el hilo de seda, atrás
del cual vino el hilo de bramante. Cuando
estuvo en posesión del hilo de
bramante, le dijo a la mujer que en el extremo le atara el piolín de cáñamo.
Ella lo hizo y el ministro recogió todo el hilo de bramante para
alcanzar el piolín de cáñamo. Cuando lo tuvo le dijo a la esposa que atara en
el extremo la fuerte soga. Ató ella la soga y el ministro tiró y tiró hasta
que la alcanzó. Cuando tuvo la soga, la ató a una de las almenas de la torre,
se deslizó por ella y escapó”. Y
esto que parece un cuentito de ingenio o un cuento de final feliz del tipo de
“y fueron felices y comieron perdices”,
no es tal. Es lo que los hindúes cuentan con respecto a nuestra propia prisión,
las ataduras de nuestra mente. En palabras de Ram Dass, psicólogo
transpersonal, “somos todos prisioneros de nuestra propia mente; darse cuenta de
esto es el primer paso en el viaje hacia la libertad”. El hilo, el piolín,
la soga aluden a la formación gradual del Testigo Sagrado que es nuestra conexión
con el espacio de libertad. Desde
allí podemos ver el contexto desde el cual la mente mira y elegir la respuesta
que nuestra conciencia nos dicta. En
la Rueda de la Vida Tibetana, esta posibilidad de elección aparece graficada en
cada uno de los reinos en la figura de un Buda con un determinado color y
sosteniendo un atributo en sus manos. Mientras nuestra vida transcurre mecánicamente,
giramos en la Rueda sin cesar, momento a momento y vida tras vida. Si, en
cambio, nos detenemos un instante, dejamos que nuestro Yo Testigo nos observe
sin juicios y escuchamos la enseñanza del Maestro, la Rueda se convierte en una
Espiral que nos libera de nuestro autoconfinamiento. Un
Buda de color verde con una espada llameante entre sus manos enseña
silenciosamente en el mundo de los titanes y un Buda azul claro con un libro
abierto, en el mundo de los animales acorralados. La
espada de fuego -símbolo de Viveka, la sabiduría del corazón- evoca en los
guerreros un noble combate, una lucha realmente valiosa que es la lucha contra
los propios enemigos internos (aquellos bloqueos que nos mantienen en la rueda
eterna de la mecanicidad: las justificaciones, la duda, las emociones y
actitudes que nos provocan malestar, los autoengaños que nos hacemos como la
ilusión de separatividad, los apegos a mecanismos involutivos, entre otros). En
lugar de la competencia con los demás, estimula la preciosa competencia por
dejar brillar la propia luz en todo su esplendor. En lugar de una lucha feroz en
pos de un triunfo amargo que deja a alguien herido y que nos llevará después
al miedo cerval del animal acorralado, alienta a utilizar la espada del
conocimiento discriminativo para cortar la oscuridad de la ignorancia y las
cadenas de la identificación y el apego. El
libro abierto del Buda azul le habla al dolor de nuestros miedos, cuando nos
sentimos perseguidos, acorralados o presos de la abulia animal. Les dice de la
posibilidad de aprender el lenguaje de los hombres, de no dejarse poseer por la
emoción indiscriminada y apelar al pensamiento para abrir la conciencia a una
vida más humana. Mi
monstruo-amigo sonríe. Quiere que hablemos también de su noble función. ¿Qué
sería del mundo si él no existiera ? En
nuestra cotidianeidad, cuando nos vemos a nosotros mismos y nos relacionamos con
otros desde nuestra conciencia ordinaria, el miedo cumple la valiosísima función
de salvaguardar nuestra integridad.
¿Qué nos impulsaría a tomar los recaudos necesarios ante cualquier
experiencia nueva si no estuviera esa señal que nos invita a verificar la
dimensión real de los recursos con que contamos para afrontarla ? ¿Qué
impediría que un chico ponga su mano en el fuego si no hubiera un mecanismo
interno que evalúa la magnitud del peligro ? Somos
seres multidimensionales. Para vivir en paz con la vida es necesario honrar las
manifestaciones de cada nivel, honrar la función y el sentido que cada elemento
de la Totalidad tiene. Y, al mismo tiempo, cada uno de esos elementos puede ser
útil para acercarnos un paso más a la percepción de la Unidad. El miedo
-como toda emoción que nos genera dolor- es una compañía indeseable que nos
inquieta y nos impulsa a alejarnos de ella . Cuando intentamos alcanzar un objetivo, o somos atraídos
desde adelante como el escarabajo por la apetitosa miel, o somos empujados desde
atrás buscando escapar de una situación molesta. Tal es el caso del miedo: es
un motor para el cambio. Cuando
somos chiquitos y sentimos temor, corremos a los brazos protectores de papá o
al cálido regazo de mamá. En esa temprana edad ellos son los transmisores del
amor de Dios, de la armonía de la Totalidad. En su energía nos sentimos
seguros, confiados, unidos. En la vida adulta, el miedo como motor puede
impulsarnos a la meditación. La meditación permite la comprensión, y la
comprensión nos lleva a la paz. O puede movilizarnos hacia la oración, y el
contacto con la divinidad -percibida interna o externamente-
nos conecta con el estado de aceptación, confianza, gozo y
agradecimiento. Es la misma energía que nació como miedo la que ha transmutado
hasta convertirse en sabiduría y amor. A medida que nuestra conciencia se
expande, se desdibujan los límites de separación y el miedo -como cualquier
emoción- puede ser visto como pura energía en proceso de cambio y transformación.
Mi
monstruo-amigo, el miedo (mitad demonio, mitad dios) ya no está conmigo. Su
cuerpo se ha convertido en palabras, en imágenes, en creación. Ana
Inés de Avruj Febrero de 1996 |